sábado, 2 de enero de 2010

ESCARCHA Y NIEVE


Érase una vez un niño que se llamaba Martín, tenía doce años y vivía en Cast... (no recuerdo ahora el nombre), era más bien un poco esmirriado, de ojos brillantes y sonrisa amplia, todavía le faltaba dar el estirón.
Iba al colegio a la clase del Señor Pedro, los días antes de las vacaciones de Navidad él y sus compañeros pasaban las tardes cantando villancicos siguiendo la voz grave y profunda del maestro. Tras los cristales del aula se podía ver atardecer (todavía no se cambiaba la hora), pero el sonido de los villancicos entonados a coro se grabó más en su memoria que la luz declinante del sol.
Por aquellas fechas su padre cogía vacaciones en el trabajo y se iban toda la familia al pueblo de sus padres, en el interior de la península, donde el invierno era más frío. En aquella época no había exámenes en Navidad, hacían unas fichas que había que rellenar con respuestas, textos, dibujos, etc., el maestro las evaluaba semanalmente y con eso había suficiente. Así que los días antes de las vacaciones se dedicaba a pensar en el viaje al pueblo, en ver a su abuela, a sus tíos, en soplar la lumbre con el fuelle y en la nieve, sobre todo en la nieve.
Por fin llegó el día, se subió al tren expreso con sus padres y su hermana y, tras ayudar a colocar a su padre las maletas en su sitio, hizo lo que hacía cada año, contemplar las fotos en blanco y negro con paisajes de pueblos que adornaban el compartimento del vagón.
Después de doce horas de viaje y de dar unas cabezadas mientras el tren atravesaba descampados, ciudades y pueblos de todos los tamaños, se oyó el sonido de un puente de hierro. Ésa era la señal para bajar las maletas y acudir a la plataforma, pues quedaban minutos para llegar al destino.
Al bajar del tren estaba la familia esperando para ayudarles a llevar el equipaje hasta casa de su abuela. Sería imposible intentar explicar con palabras la alegría y los abrazos después de un año sin verse. Al llegar a casa se repetía la misma escena con su abuela, ella hacía tiempo que no salía, pues caminaba con dificultad y algo encorvada de tanto trabajo que había amontonado sobre sus espaldas.
Su abuela enfermó de un ojo antes de que él naciera y se lo tuvieron que sacar, pero para él era la abuela más hermosa que un nieto podía tener, siempre iba vestida de negro y con un pañuelo a la cabeza en invierno que tapaba su pelo color de escarcha.
Dos hermanos de su madre tenían una relojería en el pueblo y siempre que iban al centro (la casa estaba en las afueras) pasaban a saludar a sus tíos. Martín se quedaba prendado de un reloj de carillón que tenían para vender que era mucho más alto que él. También le encantaba ver como sus tíos desenrollaban unas fundas y, de repente, brillaban en su interior cadenas, pulseras de oro, relojes, etc. La relojería tenía un olor especial que recordaba a la gasolina, pero más suave, era el aroma de los productos que usaban para limpiar los relojes que les llevaban a reparar.
En casa de la abuela no había árbol de Navidad ni se hacía belén, no hacía falta. Cuando salía por la mañana los árboles brillaban cubiertos de escarcha o de nieve, Martín se apresuraba a hacer una pequeña bola de nieve y la lanzaba al otro lado de la carretera, donde estaba la plaza de toros del pueblo. La hierba también estaba pintada de blanco y cuando pisaba sobre ella producía un leve y musical crujido.
Cuando por la noche, después de cenar, ya quedaban sólo las brasas en el hogar, su abuela le dejaba soplar con el fuelle y Martín veía como los restos de las cepas quemadas se encendían como pequeñas bombillas rojas...
Ahora, cuando Martín evoca todo aquello, piensa si no será todo un sueño.

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