sábado, 14 de noviembre de 2009

TIERRA, TIERRA, TIERRA...



Estoy cansado, muy cansado, abro los ojos lentamente: veo la habitación en penumbra. Intento respirar profundamente y olfateo el olor de la muerte, mi muerte. Me rodean mis hijos Diego y Fernando, mi hermano Bartolomé, un clérigo que siempre sonríe (desconozco porqué) y algunos familiares y amigos que se van turnando para hacerme compañía.
A través de la ventana con las cortinas pasadas se oye el crepitar de la ciudad de Valladolid, el sonido de los carruajes, el relinchar de los caballos, el restallar de los látigos, las voces de las vendedores en el mercado contiguo...
Hoy creo que es 20 de mayo del año del Señor de 1506, ayer hice llamar al escribano de mis Católicos Reyes Don Pedro de Inoxedo para redactar mi testamento, dejo la poca fortuna que tengo y los muchos títulos y oficios (fui el pomposo Almirante de las Indias) a mi hijo Diego; que Dios le deje disfrutar lo que yo no pude.
Siento de nuevo el cansancio, pero éste me transporta en busca de recuerdos. El sol brillaba con fuerza aquel 3 de agosto del año del Señor de 1492 en el puerto de Palos de la Frontera, una pequeña multitud se había agolpado para ver zarpar las tres carabelas. Yo gobernaba la Santa María, Martín Alonso Pinzón La Pinta, y su hermano Vicente Yánez La Niña; soplaba un viento ligero que hinchaba las velas en señal de buen presagio.
El 6 de septiembre llegamos con las tres naves a la isla de La Gomera, fui a visitar a Beatriz de Bobadilla, gobernadora de la isla, era muy hermosa y mujer de gran carácter; todavía recuerdo su rostro como si fuera ayer... Después partimos hacia Gran Canaria y allí cambié el timón de La Pinta y sus velas triangulares por otras cuadradas, así se convirtió en la más rápida de las tres naves. Diré aquí para los amantes de las cosas del mar que la Santa María no era carabela sino carraca de tres palos.
Iniciamos la búsqueda de las Indias a través del gran océano, a días de tormenta y mar agitada se sucedían días de calma chicha y sol abrasador, la tripulación cada vez estaba más descontenta. Se nos acababan las verduras y el escorbuto empezó a hacer mella en la tripulación.
Entre la enfermedad y el desánimo de no divisar tierra alguna la tripulación se amotinó entre el 6 y 7 de octubre, gracias a mis capitanes, Martín y Vicente, la tripulación se calmó. ¡Cuánto les debo a mis queridos hermanos Pinzón!. Pero la tensa calma duró poco, el día 10 de octubre volvieron a amotinarse y mis capitanes tuvieron que prometer a la marinería que si en tres días no avistábamos tierra giraríamos el timón para regresar a casa.
El día 12 de octubre me levanté y salí de mi camarote, escudriñé con ansiedad la mar con mi catalejo apuntando hacia la proa de la nave, me pareció divisar unos fuegos en el horizonte, pero debían ser imaginaciones de mi mente tensa a punto de quebrarse. Por la tarde estaba en la cofa el grumete Rodrigo de Triana, yo estaba apoyado en la amura de babor contemplando una manada de delfines plateados. De repente oí la voz desgarrada del grumete que gritaba “Tierra”, la repitió hasta la saciedad con lágrimas en los ojos, toda la tripulación se vino a la proa de la nave y de todas las bocas (algunas desdentadas por el escorbuto) salía la misma palabra y todos los ojos vertían lágrimas, los míos también. Capitán, oficiales, marineros, todos nos abrazamos y dimos Gracias a Dios Nuestro Señor por habernos dejado llegar a las Indias por una nueva ruta...
Vuelvo a abrir los ojos, no sé si lo que he recordado es sueño o realidad. Ahí en la penumbra siguen mis familiares y amigos, mi hijo Diego me coge la mano huesuda y llena de manchas, siento el calor de sus manos. Me dice algo, pero ya no escucho, siento que lentamente me duermo y me hundo en un mar oscuro y profundo como la noche.