martes, 29 de abril de 2008

JOSE MARIA DE PEREDA


Acabo de leer “El sabor de la tierruca”, novela de José María de Pereda publicada en 1882. El autor nació en Polanco (Santander), vivió después en Santander capital y fue a estudiar a Madrid de 1852 a 1854. En 1855 murió su madre y después contrajo el colera. Padeció neurastenia de joven y se agravó de mayor cuando murió su hijo primogénito en 1893 cuando estaba escribiendo “Peñas arriba”, que publicó en 1895.
Fue diputado por el partido carlista en 1871, pero dejó pronto la política y se dedicó a escribir y a la gestión de sus negocios.
La obra se enmarca claramente en el movimiento realista-naturalista de la segunda mitad del siglo XIX. El primer capítulo, por ejemplo, lo dedica a la descripción física y casi “psicológica” de un roble al que llaman “la cajigona”. Después empiezan a aparecer los personajes principales de la novela que son descritos también minuciosamente como “la cajigona”. Los personajes establecen sus relaciones hasta llegar a un “final feliz” y el autor inserta abundantes capítulos para describir también con todo lujo de detalles las costumbres y el paisaje de la Montaña.
Los personajes creados por el autor son unos más “normales” que otros, algunos como Don Juan de Prezanes o Don Valentín llegan a la caricatura. Se entiende esta exageración teniendo en cuenta la ideología carlista del autor que ridiculiza a estos liberales a ultranza, sobre todo en el caso de Don Valentín, que en algunos momentos adquiere caracteres quijotescos.
Para terminar quisiera comentar que este “irrealismo” de los personajes dentro del “realismo” de la novela me ha recordado los personajes un tanto forzados también de otro autor realista como Pérez Galdós en su novela “Tristana”.
Otras novelas que he leído de esa época son “La Regenta” de Clarín y “Los Pazos de Ulloa” de la Pardo Bazán.
En resumen, el argumento y la estructura de la obra es muy simple y lo que la salva son las escenas costumbristas por su valor histórico, la recuperación del lenguaje popular y la habilidad con el lenguaje del autor.

viernes, 25 de abril de 2008

LA POSGUERRA III


Volvemos a Sahagún por tercera y última vez para hablar de la vida cotidiana en la posguerra de la Tierra de Campos, para hablar, en definitiva, de la infancia y juventud de mis padres.
Mis abuelos paternos se llamaban Gerardo, de ahí mi nombre, (1891-1959) y Eustasia (1894-1959), ambos murieron antes de mi nacimiento. Mi padre nació en 1931 y era el segundo más joven de los hermanos. Fueron nueve hermanos, pero tres murieron de pequeños y una murió con 26 años a causa de la mala alimentación que recibía estando sirviendo en Madrid.
En el pueblo había una escuela grande con siete clases (4 para niñas y 3 para niños) y había otra clase para niños en otro edificio detrás del Ayuntamiento, donde ahora está situado el Ambulatorio, ahí iba mi padre. No tenían libros y la enseñanza se basaba en las explicaciones del maestro, tomaban notas, hacían dictados y trabajaban mucho el Catecismo.
Dejó la escuela a los 13 años y ya se puso a trabajar en el campo (como ya expliqué en otro artículo las faenas agrarias ahora no me extenderé). La parte más dura del año era “hacer el verano”, es decir, la época de la cosecha. Se segaba con una cosechadora, no a mano, las gavillas de espigas se amontonaban para luego acarrearlas hasta las eras. Allí se trillaba la mies para separar el grano de la paja, se aventaba y el grano limpio se ensacaba y almacenaba. Estas operaciones duraban los meses de julio y agosto, 60 días de trabajo ininterrumpido y sólo dos fiestas para descansar, el 25 de julio (día de Santiago) y el 15 de agosto (festividad de la Virgen que aún se celebra en muchos pueblos de España, pero sin su motivación original), se solía dormir al raso en el campo una media de 4 ó 5 horas diarias.
De mediados de septiembre a finales de octubre se dedicaban a la vendimia de los viñedos (allí llamados majuelos), trabajaban hombres, mujeres y adolescentes de ambos sexos. Se trabajaba de sol a sol por un jornal de 14 pesetas, los que llevaban la uva a los carros en cestos ganaban algo más.
De noviembre a junio, pasada la vendimia, se seguía trabajando en las viñas alumbrándolas (escarbar la tierra), sulfatándolas y podándolas; esta última operación era muy delicada y de ella dependía la cosecha del año siguiente. Mi abuelo era experto en ello y le enseñó a mi padre.
En cuanto a las diversiones, además del baile y los paseos en el caso de las mujeres, los hombres iban después de comer al café cuando el trabajo lo permitía. Se entregaban los jornales en casa y le daban a mi padre una propina de 15 ptas. para toda la semana. Un café costaba 6 reales (1,50 pts.), una entrada de cine 6 pts. y una entrada al baile 3 pts. Si iba con una chica al cine gastaba 12 ptas. y le quedaban 3 para toda la semana. Por eso había que ser hábil en los juegos de cartas para que el café saliera gratis y no estar de mirón, se jugaba a la brisca, al tute y al tute subastado.
Algunos de los chavales se encuadraban en Falange y otros en los Requetés (de origen carlista), cada unos tenían su propio local donde reunirse, los primeros iban de uniforme azul y los segundos de color caqui y boina roja. A veces se peleaban entre ellos y, cuando iban los domingos a misa, iban en formación y los chicos con unos fusiles de madera al hombro.
En una ocasión, estuvo Franco en León (1947 ó 1948), y pusieron trenes gratis para ir a verle y dieron 10 pesetas por persona para la merienda. Mi padre fue con un amigo para aprovechar y ver a su hermana Toli que estaba sirviendo allí. Lo que más recuerda mi padre es el discurso de Serrano Súñer (cuñado y mano derecha del General), Franco sólo salió un momento a saludar al balcón.
A partir de 1956 su hermano mayor, Paco, se vino a Barcelona recomendado por un policía secreta nacido cerca de Sahagún y fue llevando a toda la familia. Mi padre se casó con mi madre en 1960 y se la trajo a Barcelona... pero eso ya es otra historia.

domingo, 20 de abril de 2008

LA POSGUERRA II


El mes pasado dejamos a mi madre ayudando en las tareas de la casa y a sus hermanos en las tareas agrícolas a muy temprana edad. Ahora continuaremos con otros aspectos de la vida cotidiana en la posguerra.
En el año 1952 se instala en el pueblo una industria de fabricación de galletas denominada popularmente “la galletera”, fue un tímido intento de potenciar el sector secundario, ya que mi madre trabajó en ella desde que se abrió hasta el año 1955, fecha en que la citada industria desapareció. Así que el pueblo volvió a vivir de la agricultura y ganadería y del pequeño comercio como siempre (sectores primario y terciario).
Mientras trabajó en la fábrica siguió ayudando en casa, ya que las hermanas mayores se iban casando y abandonando el hogar familiar, de todas formas mi abuela las siguió ayudando después de casadas ahorrando como podía. El poder adquisitivo de los salarios era bajo, aunque ahora tampoco estamos para tirar cohetes.
La dieta consistía en un desayuno (sopas de ajo o leche con pan migado), en una comida a base de cocido de garbanzos (sopa, garbanzos, carne, tocino, chorizo, etc.) y la cena se componía de sopa de ajo o legumbres y pescado (jurel, sardina, palometa, etc.). Los domingos como algo especial se podía comer un arroz negro con calamares (el marisco no se había inventado todavía). También se comían huevos, jamón serrano, queso de oveja y productos de las huertas que se cultivaban a orillas del río Cea.
En cuanto a las diversiones el fin de semana largo consistía en el domingo y el que criaba ganado ni eso, trabajaba todos los días. El domingo la gente se arreglaba lo mejor que podía (si se moría un familiar cercano el luto duraba tres años) y se iba a misa de 12, al salir de misa había un baile que llamaban “del vermut” de 13 a 14 horas, pero era para gente más bien acomodada. El baile multitudinario era de 20 a 23 horas en una sala que se llamaba “La Pista”, antes del baile se paseaba un rato por la plaza del pueblo.
En la Fiesta Mayor de San Juan de Sahagún (12 de junio) se hacían los encierros de los toros, había las correspondientes fiestas taurinas, concursos de pelota en el frontón, fuegos artificiales, atracciones y cucañas para los niños, carreras de cintas, verbenas con orquesta en la plaza, etc. Los carnavales también se celebraban, pero no se podía ir con la cara cubierta.
Volviendo al aspecto económico existía una cartilla de racionamiento para los productos básicos: Pan, aceite, azúcar, arroz, legumbres, etc. Había que ir al Ayuntamiento a buscar un cupón mensual que iba en función del número de personas que integraban la familia. Si la familia producía algún producto racionado éste no se compraba y se cambiaba por otra cosa, por ejemplo, azúcar; o se vendía, como ocurría con el tabaco que no se consumía (ya que los varones mayores de 18 años tenían derecho a unas cajetillas al mes), a un precio superior al tasado. Lógicamente estaba prohibido.
El llamado estraperlo consistía en eso, vender productos del racionamiento a terceras personas por un precio muy superior. Había muchas personas que vivían de esto comerciando ilegalmente a cierta escala de unos lugares a otros, la Guardia Civil se encargaba de evitarlo, aunque en algunas ocasiones hacían la vista gorda.
En el próximo artículo cerraré este ciclo de la posguerra añadiendo algunos aspectos desde el punto de vista de mi padre.

LA POSGUERRA I


Voy a intentar explicar la vida cotidiana de la posguerra desde el punto de vista de mi madre. La acción transcurre en un pueblo de Tierra de Campos llamado Sahagún, perteneciente a la provincia de León, casi fronterizo de las provincias de Valladolid y Palencia.
Mis abuelos maternos se llamaban Fermín (1998-1968) y Emiliana (1902-1982), mi madre nació en 1934 y era la segunda más joven de los siete hermanos que sobrevivieron (dos hombres y cinco mujeres). Mi abuela tuvo dos abortos y una niña que se llamaba como mi madre que murió a los ocho meses, la mortandad infantil era muy elevada en aquella época.
Mi abuelo era ganadero de ovejas y, antes de que naciera mi madre, existía cierta pujanza económica en la casa familiar. Se vendía la lana de las ovejas, parte de los corderos que nacían y se fabricaba un queso que tenía prestigio en el pueblo y alrededores.
En 1930 y por un problema del arrendamiento de unos pastos mi abuelo, sin pensarlo mucho, vendió el rebaño de ovejas y compró un rebaño de vacas. De las vacas se obtenía la leche y la venta de los terneros, pero el negocio era menos beneficioso que el de las ovejas. Para complementar los ingresos arrendó unas tierras para sembrar forraje para las vacas, trigo, legumbres, etc.
Así que cuando vino mi madre al mundo la holganza económica de la familia no era tanta como antes. Cuando llegó la guerra fraticida mi madre tenía entre dos y cinco años, así que no recuerda prácticamente nada. Era zona nacional y lo único que le contó mi abuela era que veían pasar aviones y se escondían en las casas, pero pasaban de largo y no hubo combates ni aéreos ni terrestres en la zona.
Pasó una infancia y juventud en plena posguerra, como decía su hermano mayor, Fermín, “el hambre pasa por delante de la puerta, pero no entra en casa”. Empezó a ir a la escuela en párvulos en un colegio de monjas, luego pasó a las escuelas nacionales. Allí una sola profesora daba clase a una veintena de niñas, el material escolar era una enciclopedia, una pizarra con sus tizas y un cuaderno con una plumilla que se mojaba en el tintero adosado al pupitre. Los consiguientes manchones en el cuaderno propiciaban golpes de regla en las uñas o pasar un rato de rodillas. Algunas tenían también un estuche de lápices de colores.
Las niñas de más recursos tenían un cabás para llevar las cosas que consistía en una caja de cartón forrado con un asa y con un cierre para sujetar la parte superior que hacía de tapa, mi madre y otras compañeras usaban una bolsa de tela que les hacían sus madres. Otra anécdota es que cuando salían al patio algunas se iban a los huertos próximos a ver si había alguna cosa comestible, cuando eso ocurría se les iba el santo al cielo y llegaban tarde a clase, eso causaba el mismo castigo que los manchones de tinta.
Mi madre tuvo que dejar la escuela a los doce años, ya que tenía que ayudar a su madre en las faenas domésticas y a sus dos hermanos en el trabajo del campo (quitar forraje en primavera, traer comida para las vacas cargando el peso sobre la espalda, etc.) En 1950 mi abuelo compró unos majuelos (viñedos) y mi madre iba a recoger los palos de las viñas cuando se podaban y a limpiar el forraje que crecía entre ellas.
En el artículo próximo os seguiré hablando de este tema que para mí resulta apasionante, hablaré de las diversiones y más temas económicos.

miércoles, 16 de abril de 2008

Blanca Varela


Hola, amigos, el último libro de poemas que he leído es de Blanca Varela, una poeta peruana nacida en los años 20 que vivió en París durante el tiempo de las vanguardias, tanto pictóricas como literarias. La antología se titula Donde todo termina abre las alas y está publicada en el Círculo de Lectores.
Si tuviera que definir su estilo la encuadraría dentro del surrealismo, el léxico que usa es sencillo pero las relaciones semánticas las rompe de una manera tan brutal que para mí se convierte en una poesía poco menos que críptica.
Si la tuviera que comparar con poetas españoles lo haría con Gamoneda, otro poeta que no me llega en la mayor parte de sus poemas. Valente siendo oscuro es más inteligible que los dos anteriores.
Desde luego, el hecho de que no me guste no quiere decir que no sea positivo leer su obra, ya que las relaciones semánticas que establece aunque no las entienda a veces son de una belleza plástica extraordinaria. Eso sí, aconsejo leer a esta poetisa cuando tengáis el ánimo en buen estado, ya que realiza una búsqueda interior que acaba en un nihilismo profundo, lo que un poco deprimente.
Como dice Gamoneda en el epílogo Blanca busca volver al útero materno y pretende recordar su inexistencia antes del nacimiento, ¿No os parece un poco heavy ?
Los últimos poetas que he leído, Gamoneda, César Antonio Molina (ministro de Cultura) y Blanca Varela no me han llegado. El último que leí que me entusiasmara fue Joan Margarit.
Bueno, de momento nada más, ahora estoy con una novela realista del XIX de José María de Pereda, ya os contaré